miércoles, 22 de abril de 2015

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DEL XXV ANIVERSARIO DE ORDENACIÓN SACERDOTAL DEL PBRO. JOSÉ LUIS CERRA LUNA

Muy queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús. Agradezco la presencia de todos ustedes y aprecio mucho su voluntad de unirse a la acción de gracias que como comunidad queremos elevar por los veinticinco años de ministerio sacerdotal que Dios me ha concedido; agradezco la presencia de los señores Obispos, en primer lugar del nuestro, que preside esta celebración, nuestro querido pastor, Mons. Ruy Rendón Leal; agradezco también la presencia del que sigue siendo nuestro, aunque esté en Querétaro, Mons. Faustino Armendáriz Jiménez y de Mons. Alonso Calzada Guerrero, Obispo Auxiliar de Oaxaca, excelente amigo, contemporáneo de formación; oramos con mucho afecto por la salud de Mons. Francisco Javier Chavolla Ramos, quien me expresó su deseo y su imposibilidad de estar entre nosotros, lo está espiritualmente; la presencia de ustedes manifiesta que el ministerio sacerdotal es un don para toda la Iglesia y que se sitúa en el orden de un sacramento compartido en fraternidad, en jerarquía y en comunión.

Agradezco la presencia de mis hermanos y amigos sacerdotes, son ustedes mi familia, gracias por estar. Gracias al Seminario de Matamoros, su presencia es muy significativa para mí en este momento. También está mi familia. Hola. Expreso mi gratitud por la presencia de miembros de la vida consagrada; Gracias a todos ustedes hermanos y hermanas, miembros de las pastorales, de los movimientos y de los grupos de mi comunidad, de mi amada Parroquia de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, les agradezco con todo el corazón por el enorme trabajo y entrega que implicó para ustedes la organización de estas celebraciones, Dios se lo recompense; doy la bienvenida a los fieles de otras parroquias, especialmente de la querida Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Matamoros, y de comunidades, grupos, amigos que nos hemos acompañado y hecho camino juntos por estos veinticinco años de peregrinación y aún antes. Gracias también a las autoridades de esta nuestra querida ciudad de Río Bravo.

Quiero iniciar haciendo memoria de un hermano que tendría que estar aquí, en este presbiterio, concelebrando, pero que nos acompaña desde la Liturgia eterna, les suplico que nos unamos para rendir un tributo nacido de la sinceridad de nuestros corazones a mi hermano el Pbro. Santiago Enríquez Rangel, con quien tuve la gracia de recibir el Sacramento del Sagrado Orden, el 21 de abril de 1990, de manos de Mons. Sabás Magaña García, que igualmente nos acompaña desde el cielo y por quien también oramos. Santiago y yo habíamos planeado celebrar juntos nuestro aniversario; su presencia desde la casa del Padre añade a esta celebración una gran profundidad, nos lleva a reflexionar sobre la esencia última del sacerdocio, que es entrega y donación de la propia vida, como hizo él a lo largo de su ministerio, pero sobre todo en el tiempo de su enfermedad, dando a todos un ejemplo elocuente de la vivencia de un sacerdocio asumido con radicalidad. Como frecuentemente él decía: “Pepe y yo somos muy distintos”, pero esas diferencias nos unieron de forma muy especial y fraterna y nos continúan uniendo hoy. Oramos también por mis padres, José Luis y María de Jesús, que a mis hermanos y a mí nos engendraron a la vida, pero también a la fe y gozan ya de la presencia del Señor. Recordamos al P. Madrigal, al P. Demetrio, al P. López y al P. Carmelito A todos ellos, dales, Señor, el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua. Descansen en paz. Así sea. Las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz. Así sea.

Las dos lecturas de la Liturgia de la Palabra que hemos escuchado hoy se desarrollan en ambientes de fuerte tensión: En la primera, entre Esteban y el Sanedrín, institución que se resistía siempre al Espíritu Santo y en el Evangelio entre Jesús y la gente de la Sinagoga de Cafarnaúm, que le exigía señales y obras para creerle. Todo el capítulo 7 de los Hechos de los Apóstoles, así como el capítulo 6 del Evangelio de San Juan son amplios textos que merecen una lectura serena, meditativa y orante; los textos que corresponden a la Misa de hoy son de alguna manera el culmen de ambas capítulos.

En la primera lectura hemos contemplado a Esteban, que se mantiene firme, pero sereno en la confesión apasionada de su fe, fue fiel a la veracidad de las palabras kerigmáticas que había pronunciado; la reacción desproporcionadamente violenta de los miembros del Sanedrín no hicieron que retrocediera un paso; es más, dicha violencia fue ocasión para que Esteban se uniera místicamente a Jesús y tuviera visiones consoladoras extraordinarias de la gloria de Dios. Su martirio fue semejante al de Cristo, fue como si Jesús participara a Esteban de su propia entrega en la cruz; escuchando la narración de la pasión de Esteban no podemos dejar de pensar en la narración de la pasión de Jesucristo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”, “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”, “diciendo esto se durmió en el Señor”.

Jesús en el Evangelio también se mantiene firme en medio de demandas llenas de intereses personales y egoístas de la gente, lo buscaban porque les había dado de comer; Jesús tiene una palabra a la que es fiel, aún en medio de exigencias populares y retos que brotaban de la incredulidad; la gente quería señales y obras, quería más milagros, no les bastó el de la multiplicación de los panes. Ante esto Jesús nos da a conocer el sentido de su entrega declarándose a sí mismo “Pan de vida” y ofreciendo una enseñanza bellísima llena de contenidos eucarísticos y salvíficos. Acercándonos a él no tendremos hambre, creyendo en él nunca tendremos sed. Como sabemos, fueron palabras que no gustaron y que llevaron a que la gente lo abandonara.

Esta Palabra de Dios y estas reflexiones compartidas, provocan el día de hoy especial eco en mi corazón. Dios me ha llamado a proclamar su Palabra como profeta, como misionero, pero antes me llama a que le escuche como discípulo. Todo lo que he compartido en esta homilía quisiera en primer lugar decírmelo a mí mismo, como palabra profética dirigida a mi corazón; permítanme que me apropie la Liturgia de la Palabra de este día, como mensaje de Dios dirigido también a mi persona.

Les comparto que por un lado es una Palabra que me consuela, porque ilumina de modo claro el estilo como Jesucristo quiere que viva el ministerio por el que me ha unido a él: me quiere como Esteban, testigo fiel en medio de las dificultades, bien plantado, con la mirada llena de Dios y de su gloria, quiere mi palabra coherente, serena, firme y apasionada, quiere que sea un hombre valiente, decidido y arrojado, me quiere penetrado de su Espíritu y fiel hasta el final. Me consuela saber que Jesucristo quiere, además, que me alimente de él, de su Cuerpo que da vida, de la Eucaristía de la que soy ministro, pero quiere que yo también me convierta en Pan, en Eucaristía que se entrega como alimento para los demás y que lo haga a con su estilo, como él, pendiente y providente de las necesidades reales del Pueblo a mí encomendado, pero permaneciendo por encima de manipulaciones y exigencias que broten de motivaciones contaminadas, principalmente de las mías propias.

Al mismo tiempo, es una Palabra que me hace temblar, pues no me es difícil constatar lo lejos que estoy y que he estado de lo que Dios quiere de mí. Pienso en mi sacerdocio como un proyecto nunca acabado y pienso en mi persona como necesitada permanentemente de conversión. El día de hoy quiero ante Dios y ante la comunidad refrendar mi decisión de seguirlo según el modelo que esta Palabra me presenta y que no deja de fascinarme y de atraerme poderosamente, pido a todos ustedes oración para que en medio de mis debilidades luche por ser fiel.

El día de hoy no tengo otra cosa que presentar a Dios como ofrenda de gratitud por estos veinticinco años que mi corazón. Reconozco que el corazón que deseo ofrecer a Dios es en primer lugar el corazón de un hombre enamorado. De manera muy imperfecta, pero real, veo reflejado mi propio corazón en el de Esteban y en el de Jesús, me identifico fuertemente con ellos, pues son ellos ante todo hombres intensamente enamorados. A lo largo de estos veinticinco años he ido descubriendo que mi amor ha de girar en torno dos ejes: el amor a Jesucristo y el amor a la Iglesia.

Y sí, amo a Jesucristo que me hizo nacer en una hermosa familia y que me llamó a la fe desde mi infancia y mi juventud, principalmente a través de mis padres; amo a Jesús que me llamó a esta maravillosa vocación al sacerdocio, que ha sido aventura diaria y pasión delirante; amo a Jesús que ha caminado conmigo a los largo de estos años como peregrino fiel, primero en mi formación inicial en el seminario y luego a lo largo de estos veinticinco años de ministerio; amo a Jesús que me ha dado la oportunidad de servirlo en gratificantes ministerios, primero en la formación de los futuros pastores en el Seminario, y luego en dos queridísimas y entrañables parroquias, Nuestra Señora de la Asunción en Matamoros y Nuestra Señora de San Juan de los Lagos en Río Bravo; amo a Jesús porque me ha llamado a servirlo en la formación permanente de mis hermanos sacerdotes, en los movimientos laicales y en otros apostolados diocesanos; amo a Jesús porque me ha dado amigos y amigas con quienes he compartido como hermano tantas experiencias, amigos sacerdotes y amigos y amigas laicos, a muchos de ellos me une una amistad de años; amo a Jesús porque a mi espíritu nómada, ha correspondido dándome la oportunidad de visitar muchos y bellos lugares que me han enriquecido grandemente.

Me reconozco también como hombre que ama a la Iglesia, mi segundo gran amor, a esta amadísima institución a la que pertenezco y que me pertenece, no me concibo fuera de ella, de sus estructuras, de sus servicios, de sus leyes, de su jerarquía, del estilo de su presencia en el mundo; amo al Papa, amo a mi obispo, y a los obispos, amo a mis hermanos sacerdotes, amo a los fieles que la componen, amo sus movimientos y sus carismas, sus comunidades, sus asociaciones. Amo a la Diócesis de Matamoros y sus instituciones, amo su clima, sus paisajes, sus caminos, su cultura, su idiosincrasia norteña, amo a las familias, a sus mujeres y a sus hombres, a sus niños y a sus ancianos; amo ser sacerdote en la Iglesia, amo ser párroco, no desdeño mi vocación de ser pastor, amo ejercer un servicio de autoridad y liderazgo, amo proveer la Palabra de Dios y los Sacramentos a la comunidad, amo reconocer los ministerios y carismas e impulsarlos, amo construir comunidades cimentadas en la caridad, comunidades de discípulos misioneros, amo ser yo mismo discípulo misionero en la Iglesia para el mundo. Soy hijo de la Iglesia y quiero seguir siéndolo el resto de mi vida, obedeciendo con docilidad y militando en ella de modo activo, dinámico, creativo, para consolidarla, para hacerla brillar con un resplandor siempre rejuvenecido.

Así como presento un corazón enamorado de Jesús y de la Iglesia como ofrenda de gratitud por estos veinticinco años de vida ministerial, pido a Dios que reciba también como ofrenda un corazón muy humano, muchas veces he pensado que demasiado humano, porque en mi pecho late también un corazón en el que existen dudas, desconciertos, oscuridades, sentimientos que chocan y afectos que no logro del todo sintetizar y orientar como es debido; descubro motivaciones contaminadas e intereses que buscan más mi propio reino que el Reino de Dios y que me ligan de más al estilo de este mundo. La historia de mi ministerio sacerdotal ha sido también historia de pecado. Por eso, aunque no me cuesta identificarme con Esteban y con Jesús, tampoco es difícil verme proyectado en el Sanedrín y en la gente de la Sinagoga de Cafarnaúm. Por eso en este día quiero pedir perdón, porque muchos de ustedes, en diversas ocasiones, han sido víctimas de este corazón que no deja de estar dividido; les pido también paciencia, sobre todo a los más cercanos y, sobre todo, les suplico oración, pidan para que no cese de estar en un proceso permanente de conversión en todos los niveles de mi vida.

Agradezco a Dios y a la Santísima Virgen la oportunidad que me ha dado en este día de dirigirme a todos ustedes, gracias nuevamente por su presencia y su amistad, gracias por tantas manifestaciones de cariño sincero y desinteresado, me siento un ser privilegiado al descubrirme un hombre rodeado de amor. Dios les pague.