Muy queridos hermanos y hermanas en el Señor
Jesús. Agradezco la presencia de todos ustedes y aprecio mucho su voluntad de
unirse a la acción de gracias que como comunidad queremos elevar por los veinticinco
años de ministerio sacerdotal que Dios me ha concedido; agradezco la presencia
de los señores Obispos, en primer lugar del nuestro, que preside esta
celebración, nuestro querido pastor, Mons. Ruy Rendón Leal; agradezco también
la presencia del que sigue siendo nuestro, aunque esté en Querétaro, Mons.
Faustino Armendáriz Jiménez y de Mons. Alonso Calzada Guerrero, Obispo Auxiliar
de Oaxaca, excelente amigo, contemporáneo de formación; oramos con mucho afecto
por la salud de Mons. Francisco Javier Chavolla Ramos, quien me expresó su
deseo y su imposibilidad de estar entre nosotros, lo está espiritualmente; la
presencia de ustedes manifiesta que el ministerio sacerdotal es un don para
toda la Iglesia y que se sitúa en el orden de un sacramento compartido en
fraternidad, en jerarquía y en comunión.
Agradezco la presencia de mis hermanos y amigos
sacerdotes, son ustedes mi familia, gracias por estar. Gracias al Seminario de
Matamoros, su presencia es muy significativa para mí en este momento. También
está mi familia. Hola. Expreso mi gratitud por la presencia de miembros de la
vida consagrada; Gracias a todos ustedes hermanos y hermanas, miembros de las
pastorales, de los movimientos y de los grupos de mi comunidad, de mi amada
Parroquia de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, les agradezco con todo el
corazón por el enorme trabajo y entrega que implicó para ustedes la
organización de estas celebraciones, Dios se lo recompense; doy la bienvenida a
los fieles de otras parroquias, especialmente de la querida Parroquia de
Nuestra Señora de la Asunción de Matamoros, y de comunidades, grupos, amigos que
nos hemos acompañado y hecho camino juntos por estos veinticinco años de
peregrinación y aún antes. Gracias también a las autoridades de esta nuestra
querida ciudad de Río Bravo.
Quiero iniciar haciendo memoria de un hermano
que tendría que estar aquí, en este presbiterio, concelebrando, pero que nos
acompaña desde la Liturgia eterna, les suplico que nos unamos para rendir un
tributo nacido de la sinceridad de nuestros corazones a mi hermano el Pbro.
Santiago Enríquez Rangel, con quien tuve la gracia de recibir el Sacramento del
Sagrado Orden, el 21 de abril de 1990, de manos de Mons. Sabás Magaña García,
que igualmente nos acompaña desde el cielo y por quien también oramos. Santiago
y yo habíamos planeado celebrar juntos nuestro aniversario; su presencia desde
la casa del Padre añade a esta celebración una gran profundidad, nos lleva a
reflexionar sobre la esencia última del sacerdocio, que es entrega y donación
de la propia vida, como hizo él a lo largo de su ministerio, pero sobre todo en
el tiempo de su enfermedad, dando a todos un ejemplo elocuente de la vivencia
de un sacerdocio asumido con radicalidad. Como frecuentemente él decía: “Pepe y
yo somos muy distintos”, pero esas diferencias nos unieron de forma muy
especial y fraterna y nos continúan uniendo hoy. Oramos también por mis padres,
José Luis y María de Jesús, que a mis hermanos y a mí nos engendraron a la
vida, pero también a la fe y gozan ya de la presencia del Señor. Recordamos al
P. Madrigal, al P. Demetrio, al P. López y al P. Carmelito A todos ellos, dales,
Señor, el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua. Descansen en
paz. Así sea. Las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios
descansen en paz. Así sea.
Las dos lecturas de la Liturgia de la Palabra
que hemos escuchado hoy se desarrollan en ambientes de fuerte tensión: En la
primera, entre Esteban y el Sanedrín, institución que se resistía siempre al
Espíritu Santo y en el Evangelio entre Jesús y la gente de la Sinagoga de
Cafarnaúm, que le exigía señales y obras para creerle. Todo el capítulo 7 de
los Hechos de los Apóstoles, así como el capítulo 6 del Evangelio de San Juan
son amplios textos que merecen una lectura serena, meditativa y orante; los
textos que corresponden a la Misa de hoy son de alguna manera el culmen de
ambas capítulos.
En la primera lectura hemos contemplado a Esteban,
que se mantiene firme, pero sereno en la confesión apasionada de su fe, fue
fiel a la veracidad de las palabras kerigmáticas que había pronunciado; la
reacción desproporcionadamente violenta de los miembros del Sanedrín no
hicieron que retrocediera un paso; es más, dicha violencia fue ocasión para que
Esteban se uniera místicamente a Jesús y tuviera visiones consoladoras
extraordinarias de la gloria de Dios. Su martirio fue semejante al de Cristo,
fue como si Jesús participara a Esteban de su propia entrega en la cruz;
escuchando la narración de la pasión de Esteban no podemos dejar de pensar en
la narración de la pasión de Jesucristo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”,
“Señor, no les tomes en cuenta este pecado”, “diciendo esto se durmió en el
Señor”.
Jesús en el Evangelio también se mantiene firme
en medio de demandas llenas de intereses personales y egoístas de la gente, lo
buscaban porque les había dado de comer; Jesús tiene una palabra a la que es
fiel, aún en medio de exigencias populares y retos que brotaban de la
incredulidad; la gente quería señales y obras, quería más milagros, no les
bastó el de la multiplicación de los panes. Ante esto Jesús nos da a conocer el
sentido de su entrega declarándose a sí mismo “Pan de vida” y ofreciendo una
enseñanza bellísima llena de contenidos eucarísticos y salvíficos. Acercándonos
a él no tendremos hambre, creyendo en él nunca tendremos sed. Como sabemos,
fueron palabras que no gustaron y que llevaron a que la gente lo abandonara.
Esta Palabra de Dios y estas reflexiones
compartidas, provocan el día de hoy especial eco en mi corazón. Dios me ha
llamado a proclamar su Palabra como profeta, como misionero, pero antes me
llama a que le escuche como discípulo. Todo lo que he compartido en esta
homilía quisiera en primer lugar decírmelo a mí mismo, como palabra profética
dirigida a mi corazón; permítanme que me apropie la Liturgia de la Palabra de
este día, como mensaje de Dios dirigido también a mi persona.
Les comparto que por un lado es una Palabra que
me consuela, porque ilumina de modo claro el estilo como Jesucristo quiere que
viva el ministerio por el que me ha unido a él: me quiere como Esteban, testigo
fiel en medio de las dificultades, bien plantado, con la mirada llena de Dios y
de su gloria, quiere mi palabra coherente, serena, firme y apasionada, quiere
que sea un hombre valiente, decidido y arrojado, me quiere penetrado de su
Espíritu y fiel hasta el final. Me consuela saber que Jesucristo quiere,
además, que me alimente de él, de su Cuerpo que da vida, de la Eucaristía de la
que soy ministro, pero quiere que yo también me convierta en Pan, en Eucaristía
que se entrega como alimento para los demás y que lo haga a con su estilo, como
él, pendiente y providente de las necesidades reales del Pueblo a mí
encomendado, pero permaneciendo por encima de manipulaciones y exigencias que
broten de motivaciones contaminadas, principalmente de las mías propias.
Al mismo tiempo, es una Palabra que me hace
temblar, pues no me es difícil constatar lo lejos que estoy y que he estado de
lo que Dios quiere de mí. Pienso en mi sacerdocio como un proyecto nunca
acabado y pienso en mi persona como necesitada permanentemente de conversión.
El día de hoy quiero ante Dios y ante la comunidad refrendar mi decisión de
seguirlo según el modelo que esta Palabra me presenta y que no deja de
fascinarme y de atraerme poderosamente, pido a todos ustedes oración para que
en medio de mis debilidades luche por ser fiel.
El día de hoy no tengo otra cosa que presentar
a Dios como ofrenda de gratitud por estos veinticinco años que mi corazón. Reconozco
que el corazón que deseo ofrecer a Dios es en primer lugar el corazón de un
hombre enamorado. De manera muy imperfecta, pero real, veo reflejado mi propio
corazón en el de Esteban y en el de Jesús, me identifico fuertemente con ellos,
pues son ellos ante todo hombres intensamente enamorados. A lo largo de estos
veinticinco años he ido descubriendo que mi amor ha de girar en torno dos ejes:
el amor a Jesucristo y el amor a la Iglesia.
Y sí, amo a Jesucristo que me hizo nacer en una
hermosa familia y que me llamó a la fe desde mi infancia y mi juventud,
principalmente a través de mis padres; amo a Jesús que me llamó a esta
maravillosa vocación al sacerdocio, que ha sido aventura diaria y pasión
delirante; amo a Jesús que ha caminado conmigo a los largo de estos años como
peregrino fiel, primero en mi formación inicial en el seminario y luego a lo
largo de estos veinticinco años de ministerio; amo a Jesús que me ha dado la
oportunidad de servirlo en gratificantes ministerios, primero en la formación de
los futuros pastores en el Seminario, y luego en dos queridísimas y entrañables
parroquias, Nuestra Señora de la Asunción en Matamoros y Nuestra Señora de San
Juan de los Lagos en Río Bravo; amo a Jesús porque me ha llamado a servirlo en
la formación permanente de mis hermanos sacerdotes, en los movimientos laicales
y en otros apostolados diocesanos; amo a Jesús porque me ha dado amigos y
amigas con quienes he compartido como hermano tantas experiencias, amigos
sacerdotes y amigos y amigas laicos, a muchos de ellos me une una amistad de
años; amo a Jesús porque a mi espíritu nómada, ha correspondido dándome la
oportunidad de visitar muchos y bellos lugares que me han enriquecido
grandemente.
Me reconozco también como hombre que ama a la
Iglesia, mi segundo gran amor, a esta amadísima institución a la que pertenezco
y que me pertenece, no me concibo fuera de ella, de sus estructuras, de sus
servicios, de sus leyes, de su jerarquía, del estilo de su presencia en el
mundo; amo al Papa, amo a mi obispo, y a los obispos, amo a mis hermanos
sacerdotes, amo a los fieles que la componen, amo sus movimientos y sus
carismas, sus comunidades, sus asociaciones. Amo a la Diócesis de Matamoros y
sus instituciones, amo su clima, sus paisajes, sus caminos, su cultura, su idiosincrasia
norteña, amo a las familias, a sus mujeres y a sus hombres, a sus niños y a sus
ancianos; amo ser sacerdote en la Iglesia, amo ser párroco, no desdeño mi
vocación de ser pastor, amo ejercer un servicio de autoridad y liderazgo, amo
proveer la Palabra de Dios y los Sacramentos a la comunidad, amo reconocer los
ministerios y carismas e impulsarlos, amo construir comunidades cimentadas en
la caridad, comunidades de discípulos misioneros, amo ser yo mismo discípulo
misionero en la Iglesia para el mundo. Soy hijo de la Iglesia y quiero seguir
siéndolo el resto de mi vida, obedeciendo con docilidad y militando en ella de
modo activo, dinámico, creativo, para consolidarla, para hacerla brillar con un
resplandor siempre rejuvenecido.
Así como presento un corazón enamorado de Jesús
y de la Iglesia como ofrenda de gratitud por estos veinticinco años de vida
ministerial, pido a Dios que reciba también como ofrenda un corazón muy humano,
muchas veces he pensado que demasiado humano, porque en mi pecho late también
un corazón en el que existen dudas, desconciertos, oscuridades, sentimientos
que chocan y afectos que no logro del todo sintetizar y orientar como es debido;
descubro motivaciones contaminadas e intereses que buscan más mi propio reino
que el Reino de Dios y que me ligan de más al estilo de este mundo. La historia
de mi ministerio sacerdotal ha sido también historia de pecado. Por eso, aunque
no me cuesta identificarme con Esteban y con Jesús, tampoco es difícil verme
proyectado en el Sanedrín y en la gente de la Sinagoga de Cafarnaúm. Por eso en
este día quiero pedir perdón, porque muchos de ustedes, en diversas ocasiones,
han sido víctimas de este corazón que no deja de estar dividido; les pido
también paciencia, sobre todo a los más cercanos y, sobre todo, les suplico
oración, pidan para que no cese de estar en un proceso permanente de conversión
en todos los niveles de mi vida.
Agradezco a Dios y a la Santísima Virgen la
oportunidad que me ha dado en este día de dirigirme a todos ustedes, gracias nuevamente
por su presencia y su amistad, gracias por tantas manifestaciones de cariño
sincero y desinteresado, me siento un ser privilegiado al descubrirme un hombre
rodeado de amor. Dios les pague.