Hermanos, no los conocí, sólo me enteré de algunas cuantas
cosas que los medios nos han transmitido, me quedo sobre todo con que eran
ustedes párroco y vicario en Poza Rica; no sé de su historia, ni de su
carácter, ni de su estilo de hacer pastoral; desconozco también el tipo de
relación que sostenían, a veces entre compañeros sacerdotes nos llevamos bien, pero
otras veces no tanto. Prácticamente nada sé. Pero eso mismo me da pie a conjeturar
muchas cosas, puedo imaginar por ejemplo que había mucha gente que los quería,
algunos quizá preferían estar más en la misa de uno que del otro, igual en la
confesión, pero puedo intuir también que ambos tenían sus seguidores y uno que
otro detractor. Puedo suponer que cada uno, en su estilo, con sus énfasis, con
su personalidad, hicieron el bien a mucha gente, tanto en lo privado como a
través de su predicación, de su ministerio y de su testimonio.
Me gustaría creer que cuando los invitaban a los dos juntos a
cenar a alguna casa, sus fieles ya sabían que a uno le gustaba el picante y al
otro no, que uno se tomaba su cervecita y el otro un tequila, que uno se
sentaba a ver el futbol y el otro contaba buenos chistes y anécdotas, que a uno
le entraba más temprano el sueño y que el otro era más desvelado. Sin saber,
cuánta alegría dejaron en los corazones de las familias que llegaron ustedes a
visitar.
No nada más el párroco, también el vicario se preocuparía
cuando no llegaba su compañero en la noche, no faltaría seguramente el discreto
mensajito: “¿dónde andas?” “¿ya mero llegas?" y se tranquilizaba cuando oía el portón
y el carro.
Cuántas veces se sentarían ustedes a platicar espontáneamente
de la parroquia, de los grupos, de los feligreses; cuántas veces se distribuyeron
las misas, las capillas, los grupos. Planearon el año pastoral, la visita del
Obispo, la fiesta patronal; los veo yéndose juntos a las reuniones de decanato
y a las diocesanas, o quedándose uno para lo que se ofreciera y el otro
cumpliendo otro tipo de compromisos u obligaciones.
Ya sé, cada uno de ustedes tenía sus quejas sobre el otro,
también tenían que soportarse difíciles aspectos de personalidad y maneras de
pensar y de actuar; no es nada raro que entre compañeros sacerdotes nos
carguemos unos a otros cruces pesadas, hasta nos acostumbramos, no sin lloros y
sin lamentos. Los sacerdotes no somos angelitos y tenemos nuestra lista de pecados,
leves y graves, cuánto llega esto a
afectar nuestra relación y nuestra acción pastoral. Quiero creer que aunque
hubiera alguna dosis de todo eso, fueran ustedes sobre todo hermanos,
compañeros y amigos, y que muy frecuentemente se rieran juntos a carcajadas y
se echaran algo de bullying.
Pero los mataron. Los mataron juntos.
Nunca vamos a saber qué pasó, si estaban tomando o no, si es
verdad o mentira que conocían a sus verdugos y discutieron, a final de cuentas
eso resulta irrelevante, grotescos suenan esos cinco mil pesos. Han sido
ustedes dos víctimas más, junto con las decenas de miles que a lo largo de ya muchos años han regado por entero nuestra tierra mexicana con su sangre; se han
unido ustedes así al pueblo al que servían, su sangre se ha mezclado con la
sangre de muchos mexicanos anónimos; quiero decirles, hermanos, que ha sido éste
el mayor gesto de solidaridad y entrega que han tenido con los más pobres.
Además, murieron juntos; eran hermanos por el sacramento del orden y por el
ministerio que compartían, su fraternidad quedó sellada, como alianza
indeleble, por la sangre de ambos que corrió junta en esa maldita curva del diablo.
Evito ver fotos de las víctimas de la violencia, esta vez no
pude impedir notar que uno de ustedes fue atado con una estola verde, propia de
este tiempo litúrgico. Esa estola fue usada para bendecir, para bautizar, para
confesar, para ungir enfermos, para concelebrar y para presidir la Eucaristía;
las estolas en nuestras sacristías las usan indistintamente párroco y vicario,
esa estola fue usada por ambos, con esa estola puesta dijeron ustedes muchas
veces en su comunidad de Fátima: “tomen, coman, esto es mi cuerpo… tomen beban,
este es el cáliz de mi sangre” y con esa estola fueron atados sus cuerpos, del
que fue derramada su sangre.
No quiero imaginar el dolor de sus feligreses, de su familia,
de sus amigos. Su presbiterio y su Obispo seguramente sienten un gran hueco en
el estómago y han estado piense y piense en todo esto con profunda tristeza y
hasta rabia. Yo, personalmente, Alejo Nabor y José Alfredo, he pensado mucho en
mi vicario y en mí y en la bella vocación de servir a nuestro pueblo, hasta lo
último y juntos, fraternalmente unidos. El martes pregunté en clase a los
seminaristas del menor si estaban dispuestos a compartir la vocación sacerdotal,
que implica riesgos de este tamaño, uno me dijo, “con mayor razón”, creo que yo
también.
Su hermano, José Luis.