lunes, 30 de marzo de 2020

LA EUCARISTÍA EN TIEMPOS DE PANDEMIA. CON LARGA INTRODUCCIÓN


Hoy es el onceavo día y ayer el segundo domingo sin Eucaristía en nuestras Parroquias.
Desde que éramos bebés, mis papás nos llevaron a Misa a mis hermanos y a mí todos los domingos, de modo que no puedo pensar en el domingo sin la Misa. Los domingos se va a Misa. Esa ha sido una de mis más arraigadas costumbres. Después de Misa, en la Capilla de Lourdes en Torreón, en los años sesentas y setentas, mi papá nos compraba un elote o una raspa o un burrito y nos daba nuestro domingo (yo creo que, en gran parte por eso, desde nuestra mentalidad infantil, mis papás nunca batallaron para llevarnos a la Iglesia). Teníamos nuestra banca familiar, era del lado izquierdo, más hacia atrás que adelante, saludábamos a la misma gente de la Colonia Nueva los Ángeles, nos acostumbramos a las Misas del P. Romo, que era rector del Seminario. Igual en la Parroquia de San José en Ciudad Victoria y luego en San Francisco de Asís en Matamoros, siempre del lado izquierdo, más hacia atrás que adelante, toda la familia en la misma banca.
A mí me gustaban mucho las predicaciones del P. Robledo, llenas de erudición y de teología. En las solemnidades, cada año predicaba lo mismo, pero nunca se me ocurrió pensar: “eso lo dijo el año pasado”, al contrario, me gustaba que repitiera las cosas como si fuera la primera vez; quién sabe por qué se me quedó especialmente grabada la homilía que hacía en Epifanía: cuál era el fundamento científico de la estrella, quiénes podían ser los Magos, de dónde posiblemente eran, la simbología de los regalos que llevaron al Niño; una sola vez fue a Tierra Santa el P. Robledo, pero no perdía la oportunidad de introducir en las homilías alguna referencia geográfica, haciendo gestos con las manos hacia el norte o hacia el sur.
Adolescente, ya con independencia y vida propia, según yo, dejé de ir a Misa con mi familia y me iba a Catedral, a misa de una, con el P. Ruperto, yo solito. Me sentaba del lado derecho, hasta adelante (ahora voy cayendo en la cuenta de que sí me tomaba muy en serio eso de la independencia y vida propia); el P. Ruperto ha sido un gran orador, ardiente, apasionado, convincente, tenía la Catedral llena de jóvenes; mucho tiempo después, ya como sacerdotes los dos, me di cuenta personalmente cómo preparaba con amor, responsabilidad y cuidado sus homilías. En el grupo de jóvenes en el que participaba, Corporación de Estudiantes Mexicanos, dirigida por el P. Ramírez, siendo entonces yo responsable de la “Secretaría de Espiritualidad”, propuse hacer un “rol de misas”, es decir, que cada día uno de los miembros del grupo, de acuerdo a una lista, nos comprometiéramos a ir a Misa entre semana; sin embargo, al revisar los sábados siguientes si habíamos cumplido con el compromiso, me daba cuenta que algunos no lo hacían, así que internamente tomé la decisión de ir yo todos los días a Misa, a San Francisco, para asegurar que se cumpliera el “rol”, tenía 16 años. De ese tiempo recuerdo la sorpresa con la que empecé a disfrutar el Salmo Responsorial, fue un descubrimiento la belleza de esas oraciones poemas, pero también la lectura continua de las lecturas, de acuerdo con los ciclos y tiempos litúrgicos (bueno, entonces no sabía que había “ciclos litúrgicos”).
Puedo decir que mi participación en la Eucaristía dominical a lo largo de mi vida y entre semana, ya en mi adolescencia y primera juventud, fue decisiva en mi decisión de entrar al Seminario.
Nunca en mi vida fui monaguillo, nadie nunca me invitó, jamás se me ocurrió esa posibilidad, ni pasó por mi mente; en el Seminario, un servicio que todos los seminaristas prestamos es justamente “acolitar”. Yo no sabía hacerlo. Un día antes que me tocara en la lista por primera vez, anoté todo lo que el monaguillo hizo en Misa, lo estudié y lo traté de aplicar, menos lo de llevar agua para la purificación, pues en ese momento había estado orando después de comulgar y no me fijé; fue un momento incómodo, pero gracioso, cuando el P. Monjarás se quedó esperando el agua con el cáliz estirado y no se la llevé, me dijo en voz baja: “el agua”, no le entendí, otra vez: “el agua”, le llevé el agua para lavarse las manos, “no, la otra”. Ese día comenzó mi historia de amor con el altar, nunca había estado tan cerca de él, nunca me había subido al presbiterio, nunca había prestado un servicio en la Eucaristía. Como seminarista, fue el inicio de abundantes experiencias: misiones, exequias, celebraciones de la Palabra, Semanas Santas, presidiendo o acolitando, de modo que en el proceso de mi vocación fue creciendo y fortaleciéndose el anhelo de algún día presidir la Eucaristía, que desde niño valoraba y formaba parte de mi ser. Ya como formador y director espiritual en el Seminario, traté que los muchachos apreciaran y valoraran la celebración diaria de la Eucaristía, la presencia permanente de Jesús en el Santísimo en la capilla, las Horas Santas y las experiencias que como seminaristas tuvieran en las Parroquias de la Diócesis, sólo Dios sabe con qué frutos; muchos de esos muchachos son ahora sacerdotes y presiden la Eucaristía y muchos que no lo son, los veo con sus familias, asistiendo a Misa en sus parroquias, en su banca familiar y orando ante el Santísimo.
Mis tres Parroquias: la Asunción, San Juan y Guadalupe. Sí, en todas ellas, según su propio estilo e historia, y en lo que me han permitido los dones que Dios me da, mis limites humanos y mis errores, ha habido evangelización, ministerios, pastorales, movimientos; en todas le hemos metido a la construcción, a la organización, a la logística; me he tratado de relacionar con la gente, han nacido amistades, me he sentido amado, me he sentido útil; por cada una de ellas he desarrollado una caridad sincera, pastoral, esponsal y de servicio. Mis amadas comunidades. En cada una de ellas he percibido, con mucha fuerza y claridad, que la columna vertebral de la vida y de la pastoral de la Parroquia es sin duda la Eucaristía dominical. Yendo de una capilla a otra en la Asunción, amalgamando los ministerios y los tipos de auditorio en San Juan, recibiendo a las multitudes en Guadalupe. En las Misas de los domingos se hacen presentes las familias, se expresa la vida pastoral y ministerial, se reciben los impulsos para continuar construyendo la Iglesia y una nueva sociedad; es en la Eucaristía dominical donde Jesús evangeliza y alimenta a su Pueblo, les comparte su Espíritu, congrega, une, envía. Hasta los complementos son importantes: las gorditas y mi café después de Misa de nueve en la Asunción, la visita al San Benito entre Misa y Misa y el elote en las banquitas después de Misa con niños en San Juan, la barbacoa después de Misa de siete en Guadalupe: igualito que mi elote, mi raspa o mi burrito después de la Misa en Torreón, cuando era niño.
En una entrada de este blog alguna vez escribí: “Qué gozo cuando los niños participan y veo que les gusta venir a la Iglesia y me dan la paz; qué alegría cuando desde el presbiterio alcanzo a reconocer a las familias que vienen completas y que tienen su banca preferida; cuánta admiración me merecen los ancianos y los enfermos que desafían todo tipo de obstáculos y, haciendo enormes esfuerzos, nunca faltan... No me cansa la maravilla de ver mujeres embarazadas que con sus esposos se acercan a comulgar, con su mano en el vientre, el cual crece de domingo a domingo y de repente llegan con su bebé en brazos; amo ver a los esposos que comulgan juntos…
Agradezco mucho y reconozco la virtud de aquellos a los que no les gusta venir a Misa y se aburren, pero vienen porque son obedientes a sus papás y eso es bueno, o porque traen a personas enfermas o ancianas y eso es virtuoso, o porque su novia los obliga y eso es muestra de amor. Sé que de muchas maneras Dios va actuando…”
Agradezco a Dios que todos los hermanos sacerdotes con quienes me ha tocado compartir el servicio en las tres comunidades, han sintonizado con este espíritu y han puesto de su parte todo lo necesario para que esta experiencia haya tenido tantos frutos a lo largo de los años. Gracias a cada uno de ellos.

Desde que hice la Primera Comunión a los seis años, nunca tuve dificultad en entender que Jesús nos habla en su Palabra, que se hace presente en la Consagración y que estamos sentados con él y los apóstoles en la Última Cena, esto ha sido lo normal, ha sido parte de mis introyectos espirituales fundamentales hasta hoy, cincuenta años después.
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Seguramente todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones teológicas, pastorales y espirituales de lo que ahora estamos viviendo en relación con la pandemia del coronavirus; sin embargo, justamente por todo lo que he compartido, suspender las Misas dominicales y las actividades pastorales en las Parroquias ha sido una de las decisiones más difíciles, pero necesarias, en las que me ha tocado participar. Algo inaudito, impensable. Al mismo tiempo, nuestra Diócesis está unida a gran parte de la Iglesia universal que vive la misma situación. Ayer domingo no hubo Misa con asistencia de fieles en la inmensa mayoría de las parroquias del mundo, tocando así la esencia misma y la vida misma de nuestras comunidades. Pareciera que una Iglesia sin Eucaristías comunitarias dominicales no fuera siquiera Iglesia.
Decía el Evangelio del Miércoles de Ceniza: “Cuando ayunen, no se pongan tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que están ayunando. Les aseguro que ya tienen su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que no muestres a los demás que estás ayunando, sino tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve lo secreto, te premiará” (Mt 6, 16-19).
Esta Cuaresma el Señor nos ha pedido un ayuno inesperado y doloroso, un ayuno que se extenderá seguramente a la Pascua, nos pide que ayunemos ni más ni menos que de él, de la Eucaristía, nos pide que ayunemos de reunirnos como hermanos en nuestras comunidades, en nuestros templos parroquiales. Es un ayuno duro y difícil para todos, fieles y pastores, por eso hay que perfumar nuestra cabeza y lavar nuestra cara, que las dificultades las sepa sólo nuestro “Padre, que ve lo secreto…”
Porque, además, y en la misma línea, con mucha sinceridad, quiero compartir que, en medio del dolor del ayuno, también existe la consolación espiritual: así como nos sorprendió el virus, en la misma medida me ha impresionado en este contexto el efecto de las redes sociales y de la mensajería instantánea, las cuales han marcado la gran diferencia; no temo decir que han sido providenciales al momento histórico que vivimos como especie. En la palma de nuestra mano y con la hábil operación de nuestros pulgares, tenemos la información más actual, recibimos notificaciones útiles y pertinentes en relación a nuestro trabajo y actividades sociales, entramos en comunicación con la familia, con amigos, con compañeros de trabajo, superiores y colaboradores, se toman decisiones, se llevan a cabo iniciativas, nos divertimos, nos relajamos, aprendemos a relativizar las cosas, lloramos, nos reímos, en fin, hacemos y construimos comunión, una comunión que va más allá de nuestro contactos y grupos de WhatsApp y de nuestros amigos y seguidores de Facebook.
Repito, es muy pronto para sacar conclusiones, con el tiempo se hará, pero no salgo de mi estupor al ver las redes llenas de Eucaristía, una manera nueva de celebrarla. En la palma de nuestra mano están las Misas del Papa en Santa Marta y pudimos asistir al conmovedor “Momento extraordinario de oración en tiempo de epidemia” presidido por el Santo Padre en la Plaza vacía, pero llena de todos nosotros, en San Pedro, momentos de gran privilegio. Al mismo tiempo, me asombran y me divierten los esfuerzos que estamos haciendo los párrocos y los sacerdotes para celebrar la Misa con nuestros fieles. No sabemos transmitir, estamos aprendiendo, las Misas del Papa en YouTube se ven infinitamente más bonitas, las nuestras, en cambio, muchas veces son transmitidas con poca iluminación y resolución, con sonido deficiente, con tripiés frágiles y chuecos, se oyen los perros, la silla que se cae, el abanico, las notificaciones que llegan al celular; sin embargo, tengo el consuelo espiritual de que a través de mi teléfono llega la Eucaristía a mis fieles, a los fieles de mi Parroquia y más allá. Todos mis hermanos sacerdotes igual.
¿Bastaría sólo la Misa del Papa o del Obispo? Quizá, pero nuestros fieles buscan la Misa de sus Parroquias, la que celebran sus párrocos y vicarios, a las que están acostumbrados, a las que quieren asistir, junto con los hermanos de la comunidad en la que sirven. En la transmisión de Facebook Live llueven en los comentarios los Amén, las intenciones, las acciones de gracias, los corazoncitos y los deditos arriba de hermanos y hermanas a quienes amamos y con quienes nos sentimos en esos momentos verdaderamente unidos. No, las redes no están saturadas: aunque estemos lejos, creo que pocas veces habíamos estado tan cerca y en una comunión tan estrecha y solidaria.
La vida es un proceso de conocimientos acumulativos y progresivos, en la historia de mi relación con la Eucaristía, desde mi infancia hasta hoy, la etapa del coronavirus será sin duda un momento que consolide, pero que también haga crecer el valor que debo darle a la Eucaristía dominical en la comunidad, como parte esencial de mi misión, como cristiano y como pastor.
Yo mismo decía en una publicación de Facebook, el 21 de marzo: Aún en la reclusión, somos una Iglesia en salida. Las redes sociales son los nuevos caminos, las nuevas brechas, los nuevos senderos por los que hacemos misión y vamos casa por casa, celular por celular, “vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda criatura” (Mc 16,15). Anhelo el día en que podamos vernos nuevamente en Misa, será una inmensa fiesta, parecida a la gran Eucaristía que celebraremos en la Vida Eterna.