“Así, pues, ya no
son extranjeros ni huéspedes, sino ciudadanos de la ciudad de los santos;
ustedes son de la casa de Dios” (Ef 2,19)
La migración no es un fenómeno social que caracterice
sólo este momento de nuestra historia, sino una realidad que radica en la
esencia misma del ser humano: hombres y mujeres, niños, familias, razas y
etnias, grupos sociales, miembros de confesiones religiosas y políticas, se han
trasladado siempre de un sito a otro, motivados por infinitas razones, pero
buscando en todos los casos ambientes mejores de vida. Así fue habitado nuestro
continente, a través del estrecho de Beiring, según recuerdo contaban los
libros de texto gratuitos de la primaria.
Para mí fue de gran impacto ver digitalmente e
imprimir la lista de pasajeros del barco Marqués de Comillas, el cual,
procedente de Veracruz, llegó a Nueva York el 21 de octubre de 1935, de donde
partiría para Cádiz, España. En ese barco viajaba un niño de ocho años, solo,
José Luis Cerra Moreno, mi padre. Había quedado huérfano y fue enviado a España
con familiares, de donde, sin embargo, regresaría a los pocos años, después de
haber sufrido la guerra civil española. Sólo en dos ocasiones lo escuché hablar
de eso.
Seguramente la mayoría de los que estamos aquí
está ligado a historias cercanas de migración, es muy posible que nosotros mismos
seamos de hecho migrantes. De alguna manera poseemos todos una especie de
genoma nómada que compartimos con los migrantes de todos los tiempos y de todas
las latitudes.
Uno de ellos es nuestro huésped el día de hoy,
un migrante mexicano, potosino, que, trasladándose a Estados Unidos, aprendió
el inglés como segunda lengua y es ahora arzobispo de una Iglesia multicultural,
conformada por migrantes como él. A Monseñor Gustavo García Siller, Arzobispo
de San Antonio, lo conocí en alguna etapa del Camino de la vida, en Toluca, en
donde fuimos compañeros de residencia en el Curso de Verano para Formadores,
calculo que en 1993 (él no se acuerda).
La reflexión y la labor pastoral de Mons.
Gustavo han estado orientadas al servicio de los migrantes y refugiados mucho antes
de que llegara a San Antonio; Monseñor no sólo se integró a una Iglesia Local tradicionalmente
comprometida con la movilidad humana, la interculturalidad, la Teología hispana
y mestiza, sino que, ahora como pastor, ha impulsado en su arquidiócesis gran
número de iniciativas encaminadas a hacer vida el Evangelio: “fui forastero y
ustedes me recibieron en su casa” (Mt 25,35). La Catedral de San Fernando, su
catedral, históricamente ha sido siempre la casa de todos los migrantes, los
cuales ahora sufren las políticas de la tolerancia cero y de la separación de
las familias, entre otros retos.
En el contexto de la celebración jubilar de
los sesenta años de fundación de nuestra Diócesis no podemos dejar de reconocer
que bajo el cielo de nuestros municipios, de manera semejante a San Antonio,
existe también una realidad global, somos una linda región irremediablemente situada a orillas del Río Bravo, en la que han estado, están y estarán
siempre presentes los “forasteros” del planeta, aunque muchas veces no los
veamos, o no queramos verlos: la muchacha asiática que nos atiende cuando
compramos comida china en Soriana, los migrantes de Centroamérica, pero también
de Cuba y de países africanos y europeos, incluso nuestros paisanos mexicanos,
que se sienten extranjeros en su propia patria. Esta mañana la doctora Cirlia y
los padres Sean y Francisco compartían con nosotros dramáticas y conmovedoras
historias pastorales; sin duda la migración tendrá que seguir siendo una de las
prioridades de la vida diocesana, de tal manera que nuestros hermanos migrantes
no sean los “otros”, los invisibles, sino nuestros “conciudadanos”, miembros de
la misma familia de Dios. Enseguida, pues, escucharemos a Mons. Gustavo García
Siller, Arzobispo de San Antonio que, sin duda, enriquecerá con su reflexión y su
testimonio el contexto de nuestra Iglesia Local en este momento de nuestra
historia. Gracias Monseñor, lo escuchamos.