Hoy es el onceavo día y ayer el segundo domingo
sin Eucaristía en nuestras Parroquias.
Desde que éramos bebés, mis papás nos llevaron
a Misa a mis hermanos y a mí todos los domingos, de modo que no puedo pensar en
el domingo sin la Misa. Los domingos se va a Misa. Esa ha sido una de mis más
arraigadas costumbres. Después de Misa, en la Capilla de Lourdes en Torreón, en
los años sesentas y setentas, mi papá nos compraba un elote o una raspa o un
burrito y nos daba nuestro domingo (yo creo que, en gran parte por eso, desde
nuestra mentalidad infantil, mis papás nunca batallaron para llevarnos a la
Iglesia). Teníamos nuestra banca familiar, era del lado izquierdo, más hacia
atrás que adelante, saludábamos a la misma gente de la Colonia Nueva los Ángeles,
nos acostumbramos a las Misas del P. Romo, que era rector del Seminario.
Igual en la Parroquia de San José en Ciudad Victoria y luego en San Francisco
de Asís en Matamoros, siempre del lado izquierdo, más hacia atrás que adelante,
toda la familia en la misma banca.
A mí me gustaban mucho las predicaciones del
P. Robledo, llenas de erudición y de teología. En las solemnidades, cada año
predicaba lo mismo, pero nunca se me ocurrió pensar: “eso lo dijo el año
pasado”, al contrario, me gustaba que repitiera las cosas como si fuera la
primera vez; quién sabe por qué se me quedó especialmente grabada la homilía
que hacía en Epifanía: cuál era el fundamento científico de la estrella, quiénes podían ser los Magos, de dónde posiblemente eran, la simbología de los regalos
que llevaron al Niño; una sola vez fue a Tierra Santa el P. Robledo, pero no
perdía la oportunidad de introducir en las homilías alguna referencia
geográfica, haciendo gestos con las manos hacia el norte o hacia el sur.
Adolescente, ya con independencia y vida
propia, según yo, dejé de ir a Misa con mi familia y me iba a Catedral, a misa
de una, con el P. Ruperto, yo solito. Me sentaba del lado derecho, hasta
adelante (ahora voy cayendo en la cuenta de que sí me tomaba muy en serio eso
de la independencia y vida propia); el P. Ruperto ha sido un gran orador,
ardiente, apasionado, convincente, tenía la Catedral llena de jóvenes; mucho
tiempo después, ya como sacerdotes los dos, me di cuenta personalmente cómo
preparaba con amor, responsabilidad y cuidado sus homilías. En el grupo de
jóvenes en el que participaba, Corporación de Estudiantes Mexicanos, dirigida
por el P. Ramírez, siendo entonces yo responsable de la “Secretaría de
Espiritualidad”, propuse hacer un “rol de misas”, es decir, que cada día uno de los miembros del grupo, de acuerdo a una lista, nos comprometiéramos a ir a Misa entre
semana; sin embargo, al revisar los sábados siguientes si habíamos cumplido con el
compromiso, me daba cuenta que algunos no lo hacían, así que internamente tomé
la decisión de ir yo todos los días a Misa, a San Francisco, para asegurar que
se cumpliera el “rol”, tenía 16 años. De ese tiempo recuerdo la sorpresa con la
que empecé a disfrutar el Salmo Responsorial, fue un descubrimiento la belleza
de esas oraciones poemas, pero también la lectura continua de las lecturas, de
acuerdo con los ciclos y tiempos litúrgicos (bueno, entonces no sabía que había
“ciclos litúrgicos”).
Puedo decir que mi participación en la
Eucaristía dominical a lo largo de mi vida y entre semana, ya en mi
adolescencia y primera juventud, fue decisiva en mi decisión de entrar al
Seminario.
Nunca en mi vida fui monaguillo, nadie nunca
me invitó, jamás se me ocurrió esa posibilidad, ni pasó por mi mente; en el
Seminario, un servicio que todos los seminaristas prestamos es justamente
“acolitar”. Yo no sabía hacerlo. Un día antes que me tocara en la lista por
primera vez, anoté todo lo que el monaguillo hizo en Misa, lo estudié y lo
traté de aplicar, menos lo de llevar agua para la purificación, pues en ese
momento había estado orando después de comulgar y no me fijé; fue un momento
incómodo, pero gracioso, cuando el P. Monjarás se quedó esperando el agua con
el cáliz estirado y no se la llevé, me dijo en voz baja: “el agua”, no le
entendí, otra vez: “el agua”, le llevé el agua para lavarse las manos, “no, la
otra”. Ese día comenzó mi historia de amor con el altar, nunca había estado tan
cerca de él, nunca me había subido al presbiterio, nunca había prestado un
servicio en la Eucaristía. Como seminarista, fue el inicio de abundantes
experiencias: misiones, exequias, celebraciones de la Palabra, Semanas Santas,
presidiendo o acolitando, de modo que en el proceso de mi vocación fue
creciendo y fortaleciéndose el anhelo de algún día presidir la Eucaristía, que
desde niño valoraba y formaba parte de mi ser. Ya como formador y director
espiritual en el Seminario, traté que los muchachos apreciaran y valoraran la
celebración diaria de la Eucaristía, la presencia permanente de Jesús en el
Santísimo en la capilla, las Horas Santas y las experiencias que como
seminaristas tuvieran en las Parroquias de la Diócesis, sólo Dios sabe con qué
frutos; muchos de esos muchachos son ahora sacerdotes y presiden la Eucaristía
y muchos que no lo son, los veo con sus familias, asistiendo a Misa en sus
parroquias, en su banca familiar y orando ante el Santísimo.
Mis tres Parroquias: la Asunción, San Juan y
Guadalupe. Sí, en todas ellas, según su propio estilo e historia, y en lo que
me han permitido los dones que Dios me da, mis limites humanos y mis errores,
ha habido evangelización, ministerios, pastorales, movimientos; en todas le
hemos metido a la construcción, a la organización, a la logística; me he
tratado de relacionar con la gente, han nacido amistades, me he sentido amado,
me he sentido útil; por cada una de ellas he desarrollado una caridad sincera,
pastoral, esponsal y de servicio. Mis amadas comunidades. En cada una de ellas
he percibido, con mucha fuerza y claridad, que la columna vertebral de la vida
y de la pastoral de la Parroquia es sin duda la Eucaristía dominical. Yendo de
una capilla a otra en la Asunción, amalgamando los ministerios y los tipos de
auditorio en San Juan, recibiendo a las multitudes en Guadalupe. En las Misas
de los domingos se hacen presentes las familias, se expresa la vida pastoral y
ministerial, se reciben los impulsos para continuar construyendo la Iglesia y
una nueva sociedad; es en la Eucaristía dominical donde Jesús evangeliza y
alimenta a su Pueblo, les comparte su Espíritu, congrega, une, envía. Hasta los
complementos son importantes: las gorditas y mi café después de Misa de nueve
en la Asunción, la visita al San Benito entre Misa y Misa y el elote en las
banquitas después de Misa con niños en San Juan, la barbacoa después de Misa de
siete en Guadalupe: igualito que mi elote, mi raspa o mi burrito después de la Misa
en Torreón, cuando era niño.
En una entrada de este blog alguna vez
escribí: “Qué gozo cuando los niños participan y veo que les gusta venir a la
Iglesia y me dan la paz; qué alegría cuando desde el presbiterio alcanzo a
reconocer a las familias que vienen completas y que tienen su banca preferida;
cuánta admiración me merecen los ancianos y los enfermos que desafían todo tipo
de obstáculos y, haciendo enormes esfuerzos, nunca faltan... No me cansa la
maravilla de ver mujeres embarazadas que con sus esposos se acercan a comulgar,
con su mano en el vientre, el cual crece de domingo a domingo y de repente
llegan con su bebé en brazos; amo ver a los esposos que comulgan juntos…
Agradezco mucho y reconozco la virtud de
aquellos a los que no les gusta venir a Misa y se aburren, pero vienen porque
son obedientes a sus papás y eso es bueno, o porque traen a personas enfermas o
ancianas y eso es virtuoso, o porque su novia los obliga y eso es muestra de
amor. Sé que de muchas maneras Dios va actuando…”
Agradezco a Dios que todos los hermanos
sacerdotes con quienes me ha tocado compartir el servicio en las tres
comunidades, han sintonizado con este espíritu y han puesto de su parte todo lo
necesario para que esta experiencia haya tenido tantos frutos a lo largo de los
años. Gracias a cada uno de ellos.
Desde que hice la Primera Comunión a los seis años, nunca tuve dificultad en entender que Jesús nos habla en su Palabra, que se hace presente en la Consagración y que estamos sentados con él y los apóstoles en la Última Cena, esto ha sido lo normal, ha sido parte de mis introyectos espirituales fundamentales hasta hoy, cincuenta años después.
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Seguramente todavía es demasiado pronto para
sacar conclusiones teológicas, pastorales y espirituales de lo que ahora
estamos viviendo en relación con la pandemia del coronavirus; sin embargo, justamente
por todo lo que he compartido, suspender las Misas dominicales y las
actividades pastorales en las Parroquias ha sido una de las decisiones más
difíciles, pero necesarias, en las que me ha tocado participar. Algo inaudito,
impensable. Al mismo tiempo, nuestra Diócesis está unida a gran parte
de la Iglesia universal que vive la misma situación. Ayer domingo no hubo Misa
con asistencia de fieles en la inmensa mayoría de las parroquias del mundo,
tocando así la esencia misma y la vida misma de nuestras comunidades. Pareciera
que una Iglesia sin Eucaristías comunitarias dominicales no fuera siquiera Iglesia.
Decía el Evangelio del Miércoles de Ceniza:
“Cuando ayunen, no se pongan tristes como los hipócritas, que desfiguran su
rostro para que la gente vea que están ayunando. Les aseguro que ya tienen su
recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara,
para que no muestres a los demás que estás ayunando, sino tu Padre que está en
lo secreto, y tu Padre, que ve lo secreto, te premiará” (Mt 6, 16-19).
Esta Cuaresma el Señor nos ha pedido un ayuno
inesperado y doloroso, un ayuno que se extenderá seguramente a la Pascua, nos pide que ayunemos ni más ni menos que de él, de la
Eucaristía, nos pide que ayunemos de reunirnos como hermanos en nuestras
comunidades, en nuestros templos parroquiales. Es un ayuno duro y difícil para
todos, fieles y pastores, por eso hay que perfumar nuestra cabeza y lavar
nuestra cara, que las dificultades las sepa sólo nuestro “Padre, que ve lo
secreto…”
Porque, además, y en la misma línea, con mucha
sinceridad, quiero compartir que, en medio del dolor del ayuno, también existe la consolación espiritual:
así como nos sorprendió el virus, en la misma medida me ha impresionado en este
contexto el efecto de las redes sociales y de la mensajería instantánea, las
cuales han marcado la gran diferencia; no temo decir que han sido
providenciales al momento histórico que vivimos como especie. En la palma de
nuestra mano y con la hábil operación de nuestros pulgares, tenemos la
información más actual, recibimos notificaciones útiles y pertinentes en relación
a nuestro trabajo y actividades sociales, entramos en comunicación con la
familia, con amigos, con compañeros de trabajo, superiores y colaboradores, se
toman decisiones, se llevan a cabo iniciativas, nos divertimos, nos relajamos,
aprendemos a relativizar las cosas, lloramos, nos reímos, en fin, hacemos y
construimos comunión, una comunión que va más allá de nuestro contactos y
grupos de WhatsApp y de nuestros amigos y seguidores de Facebook.
Repito, es muy pronto para sacar conclusiones,
con el tiempo se hará, pero no salgo de mi estupor al ver las redes llenas de
Eucaristía, una manera nueva de celebrarla. En la palma de nuestra mano están
las Misas del Papa en Santa Marta y pudimos asistir al conmovedor “Momento
extraordinario de oración en tiempo de epidemia” presidido por el Santo Padre
en la Plaza vacía, pero llena de todos nosotros, en San Pedro, momentos de gran
privilegio. Al mismo tiempo, me asombran y me divierten los esfuerzos que
estamos haciendo los párrocos y los sacerdotes para celebrar la Misa con
nuestros fieles. No sabemos transmitir, estamos aprendiendo, las Misas del Papa
en YouTube se ven infinitamente más bonitas, las nuestras, en cambio, muchas
veces son transmitidas con poca iluminación y resolución, con sonido
deficiente, con tripiés frágiles y chuecos, se oyen los perros, la silla que se
cae, el abanico, las notificaciones que llegan al celular; sin embargo, tengo
el consuelo espiritual de que a través de mi teléfono llega la Eucaristía a mis fieles, a los fieles de mi Parroquia y más allá. Todos mis
hermanos sacerdotes igual.
¿Bastaría sólo la Misa del Papa o del Obispo?
Quizá, pero nuestros fieles buscan la Misa de sus Parroquias, la que celebran sus
párrocos y vicarios, a las que están acostumbrados, a las que quieren asistir, junto con los hermanos de la comunidad en la que sirven. En la transmisión de Facebook Live
llueven en los comentarios los Amén, las intenciones, las acciones de gracias, los
corazoncitos y los deditos arriba de hermanos y hermanas a quienes amamos y con
quienes nos sentimos en esos momentos verdaderamente unidos. No, las redes no
están saturadas: aunque estemos lejos, creo que pocas veces
habíamos estado tan cerca y en una comunión tan estrecha y solidaria.
La vida es un proceso
de conocimientos acumulativos y progresivos, en la historia de mi relación con
la Eucaristía, desde mi infancia hasta hoy, la etapa del coronavirus será sin
duda un momento que consolide, pero que también haga crecer el valor que debo
darle a la Eucaristía dominical en la comunidad, como parte esencial de mi misión,
como cristiano y como pastor.
Yo mismo decía en una publicación
de Facebook, el 21 de marzo: Aún en la reclusión, somos una Iglesia en salida.
Las redes sociales son los nuevos caminos, las nuevas brechas, los nuevos
senderos por los que hacemos misión y vamos casa por casa, celular por celular,
“vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda criatura” (Mc
16,15). Anhelo el día en que podamos vernos nuevamente en Misa, será una inmensa
fiesta, parecida a la gran Eucaristía que celebraremos en la Vida Eterna.