Este texto lo escribí en 1998, cuando hice los Ejercicios Espirituales de San Ignacio en Manresa, el lugar donde San Ignacio justamente los escribió.
"El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados." [EE 23]
Hay dos posibilidades, o que yo responda al fin para el que
soy creado, es decir, alabar, hacer reverencia a Dios nuestro Señor y mediante
esto salvarme, o vivir para alabarme, hacerme reverencia y servirme como Señor
de mí mismo y mediante esto perder mi alma.
Hay otra doble posibilidad: que use o me quite de las otras cosas que hay sobre la haz de la
tierra tanto cuanto me ayuden o impidan alcanzar el fin para el que soy
hecho; o que, por el contrario, use de las
otras cosas para el fin o los fines que yo mismo me he fijado, en cuyo caso,
las otras cosas, más que medios de
trascendencia, son utilizadas con fines egocéntricos y medios de mi propia perdición.
Mi constitución antropológica y teológica no tiene su fin en
sí misma, sino en Dios. No responder a esta constitución, fin, representaría
una real frustración constitutiva, antropológica y teológica de mi ser. Sería
yo un proyecto abortado, frustrado.
Sin embargo la autotrascendencia del amor teocéntrico (o
consecución del fin para el que soy criado), lejos de ser un mecanismo
automático y necesario, como podría ser el instinto de conservación o la
supervivencia de las especies, posee una mediación indispensable para que se
verifique: la libertad del hombre. Sin libertad el hombre no se trasciende.
Ahora bien, esta libertad se encuentra condicionada por
innumerables factores, tanto fisio-biológicos (la nuestra es una naturaleza
imperfecta), como psicológicos (nuestro desarrollo se ha visto dañado de modo
que nuestra personalidad se encuentra herida), como teológicos (el pecado
original, la concupiscencia y los pecados personales). Los tres aspectos están
íntimamente relacionados y se alimentan
recíprocamente.
Lo que es opuesto a la consecución del fin para el que soy
creado se llamaría soberbia, que se ha dado de un modo puro y típico en el
pecado de los ángeles. Mi soberbia nunca es total, pero sí real. El pecado de
los ángeles me ayuda a entender la naturaleza de los grados y alcances de mi
soberbia y sus consecuencias. Todo pecado es contra el primer mandamiento,
fundamentalmente. Los ángeles rechazaron amar a Dios: “non serviam”; Adán y Eva
rechazaron amar a Dios, buscaron ser dioses sin Dios, fiándose de sí y de las
cosas.
He
nacido y soy heredero de una sociedad en donde abunda el pecado, he sido
víctima de sucesos pecaminosos concretos a lo largo de mi vida, poseo yo mismo
una tendencia al pecado, manifestada en desórdenes y tendencias descontroladas,
a las que acudo con un mayor o menor grado de libertad. No sólo hago pecados,
sino que estoy sumergido en lo que bien puede llamarse “fuerza de pecado”, la cual
hace nacer en mi corazón, más allá de mi inteligencia y voluntad, un impulso que
me lleva a una dirección diametralmente opuesta a Dios. Existe siempre patente
en mí la posibilidad de mi propia frustración y perdición antropológica y
teológica. De hecho, es tal el influjo del pecado que, si por mí fuera,
irremediablemente estaría conducido a mi perdición antropológica y teológica.
Sólo la cruz de Cristo es capaz de quebrantar esta fuerza y
reorientar, reordenar e impulsar todos los aspectos y dimensiones de mi vida
hacia el fin para el que soy creado, y
con esto salvar mi ánima.
Porque la cruz de Cristo también es fuerza, y es fuerza eficaz
para mí y para mi libertad. Cristo ha cargado mis pecados y los ha clavado en
la cruz. Ha cancelado la deuda que merecía mi condición pecaminosa y ha
arrancado mi vida de la condena eterna, de la frustración eterna. Me ha
salvado.
Son dos fuerzas en juego. De hecho he experimentado ambas.
Puedo saber qué es salvación y qué es perdición, si bien todavía no a un nivel
de eternidad. He experimentado realmente la alabanza, la acción de gracias y el
servicio que pueden tributarse a Dios nuestro Señor, he usado las cosas tanto
cuanto me ayuden a la consecución de mi fin, he sido indiferente ante las cosas
y he percibido que eso me salva: me humaniza, me dignifica. Sin embargo también
sé qué es la perdición, de hecho he participado de ella, cuando me he montado
en mi soberbia y me he apartado de Dios como mi fin, cuando me he puesto mi yo
como centro de mi mismo. Entonces mi horizonte cognoscitivo se estrecha, porque
no sólo contemplo únicamente mi yo, sino que contemplo sólo una o dos parte de
mi yo, parcializándome; en la medida que más he avanzado en el proceso de mi
egocentración esas partes o sectores de mi yo se ensanchan cada vez más ante mi
visión, reduciéndola de hecho; lo parcial se hace cada vez más totalizante, absoluto,
excluyente de cualquier otra realidad. Las otras
cosas son relativizadas, valen si y sólo si contribuyen a la gratificación
de mi yo desintegrado. Se desencadena una amnesia paulatina e irremediable, un
círculo vicioso. Esto es camino de perdición
Me introduzco en una dinámica involutiva e involucionaria que
terminaría acabando conmigo. La soberbia necesariamente acaba en soledad
absoluta y ceguera absoluta.
El corazón es un órgano obcecado. Es inmanencia, soberbia
egocéntrica. “Me basto a mí mismo”. Orgullo estúpido.
Desaparece la rica variedad de sentimientos, también este
campo se estrecha; se busca satisfacer sólo un sentimiento. Se atrofia la
percepción de la rica realidad que me rodea, se percibe todo bajo un filtro,
nuestra percepción selecciona sólo desde y para el yo. Se desencadena una
compulsión siempre insaciable que llega a provocar náusea, pero que no
desaparece, sino que crece y se hace adictiva, esclavizante.
Se va estrechando también la conciencia, que no percibe ningún
valor; se estrecha la inteligencia, puesta al servicio de sí mismo; cada vez
más, el rico mundo de los valores y sus posibilidades se esfuma y deja de ser
atractivo, bien y mal se confunden, se toman uno por otro.
Ejemplo, David. Empezó con un simple deseo “natural”,
despertado ante la visión de una bella mujer desnuda, cuyo cuerpo húmedo haría
crecer paulatinamente la sensualidad del rey. Los acontecimientos se fueron
desarrollando de modo que, como un drogadicto, se llegó a deshumanizar,
estrechando cada vez más su sensibilidad, su inteligencia, su percepción, sus
decisiones, paulatina, pero irremediablemente, hasta que llegó Natán.
Esto lo he experimentado cuando peco, lo he experimentado de
modo dosificado, no eterno, pero de cualquier modo real. Si no me he visto
perdido en esta dinámica de muerte, ha sido por la cruz de Cristo, que me ha
ofrecido una fuerza contraria y eficaz, puesta al servicio de mi libertad, y
por la que he sido capaz de optar por el bien. Bendigo a Dios porque me ha
librado de la perdición en fuerza de su cruz y me hace capaz de orientar mi
vida hacia mi fin, armonizando todos mis afectos y ensanchando el panorama
sentimental, perceptual y objetual.
Sin
embargo, la fuerza del pecado no desaparece y siempre me veré tentado o caeré en
él, soy pecador, incluso más allá de mi propia inteligencia, voluntad y
libertad. Dios me fascina, aunque a veces no tanto, el pecado me fascina, a
veces más de la cuenta. Dios me humaniza, el pecado me pierde.
No se trata de desculpabilizarse a través del engañoso intento
voluntarístico de abolir la conciencia de culpa, o de hacer un frío análisis
moralista para la enmienda de los pecados cometidos, ni tampoco la regeneración
terapéutica de una personalidad dañada en su desarrollo, a través de una
técnica psicológica dada. Es gracia de Dios, porque tiene que ver con el
pecado, la conversión es don de Dios, sólo la experiencia íntima de su amor
puede ofrecer al ser humano un corazón nuevo. Hay que pedirlo.