sábado, 4 de junio de 2016

¿EN QUÉ DIOS CREER?

(Este texto es mi reacción personal a la lectura de un bello libro de Walter KASPER, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana. Sal Terrae, 2012. Parte de la temática y de las expresiones se inspiran en él. La mayoría de los entrecomillados son citas textuales)

Es muy conocida la frase de Federico Nietzsche, (1844 – 1900): “Dios ha muerto”, la podemos oír citada en muchos contextos. De manera sutil esta expresión se ha ido introduciendo en la conciencia y mentalidad de la humanidad de los siglos XX y XXI, Aunque no podemos atribuir a la influencia sólo de este filósofo consecuencias tan globales, resulta claro que enormes sectores de las sociedades de nuestro tiempo, de manera real, han ya prescindido de Dios, el secularismo ha ido cundiendo como un tsunami ideológico y práctico, de modo que nuestras sociedades en gran parte se caracterizan por haber cantado un solemne Requiem a Dios; incluso muchos que no niegan su existencia y llegan a practicar ocasionalmente algún culto o tradición religiosa han hecho un inconsciente duelo por él.

"Dios ha muerto". Pero, ¿De qué se murió? ¿De qué estaba enfermo? Nietzsche también nos lo dice en Así habló Zaratustra:

Así me dijo el demonio una vez: “También Dios tiene su infierno: es su amor a los hombres”.
Y hace poco el oí decir esta frase: “Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hombres ha muerto Dios”.
Por ello, estad prevenidos contra la compasión: ¡De ella continúa viniendo a los hombres una nube! ¡En verdad, yo entiendo de señales del tiempo!

La causa de la muerte de Dios es su compasión por los hombres, esa ha sido su enfermedad letal. No es extraño que así sea, nuestra generación se caracteriza en gran medida por una clara opción antropológica, y no teológica; es el ser humano quien importa y por quien hay que luchar, su reivindicación es lo que interesa. Sin embargo, la opción antropológica no postula como ideal a cualquier tipo de hombre, sino al súper-hombre que con su voluntad de poder se construye a sí mismo y para el que la compasión resulta un obstáculo y es signo de debilidad, de vulnerabilidad. Un hombre, compasivo es débil y no puede ser un súper-hombre. Es por eso que el ser humano ha de extirpar de su vida toda compasión y toda sujeción a Dios, debe bastarse a sí mismo.

Nuestra generación ha sido educada asimismo en la teoría darwiniana de la evolución, postulada en El origen de las especies que, aunque ya muy remota en el tiempo y siempre controvertida en todos los ámbitos, permanece en el subconsciente colectivo de nuestras sociedades. Sobrevive la especie más fuerte y más adaptable, no la más compasiva, no la más misericordiosa. Sin dificultad se ha dado un salto del ámbito biológico al ámbito social, de modo que la sociedad de hoy se rige por una implacable economía de mercado, en la que la competencia y la adaptabilidad es el motor; pocos entienden los mecanismos de la oferta y la demanda, pero todos estamos sujetos a ellos, hasta en los detalles más insignificantes de nuestra vida diaria.

Incluso los populares voluntariados que tanto atraen a los jóvenes en muchas partes del mundo, los clubes de servicio nacionales e internacionales, los movimientos y organizaciones de defensa de los derechos humanos, pudieran ser entendidos desde esta dinámica de voluntad de poder y de competencia, pues, como el mismo Nietzsche dice, la misericordia no es altruismo, sino una forma refinada de egoísmo y autocomplacencia, puesto que el misericordioso, desdeñosamente, muestra y hace sentir su superioridad al pobre.

Es difícil en este contexto introducir una ética o la postulación de verdades abstractas como justicia, la cual queda reducida a garantizar la ausencia de fraude o coerción. La verdad sólo será la más creíble que los competidores propongan atractivamente a través de la publicidad, aunque dicha “verdad” no esté apegada a la realidad, la “adecuación entre la cosa y el intelecto” no es hoy una meta a alcanzar, resulta algo contingente y trivial; los más débiles son triturados, desechados y condenados al olvido. La consecuencia que de modo más inmediato podemos apreciar, es que a final de cuentas el factor económico se ha convertido en criterio único de convivencia social y hacia lo que tiende toda voluntad de poder, tanto de grupos de intereses como de individuos que aspiran al súper-hombre.

Son innumerables los ejemplos: PRI contra PAN contra PRD; Apple contra Android, Oxxo contra Súper 7, América contra Chivas, Televisa contra TV Azteca, Batman contra Superman, Zetas contra Cártel.

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Por otro lado, hemos venido estudiando y proponiendo por siglos una teología basada en principios abstractos, fruto de la inculturación judaica en la tradición griega, lo cual nos ha llevado a formular la fe bíblica en términos aristotélicos, principalmente. Son ya parte común de nuestro vocabulario católico expresiones tales como transubstanciación, persona y naturaleza, materia y forma,  unión hipostática, etc. La misma opción del estudio de la filosofía aristotélico–tomista en los seminarios en su origen pretendía esta finalidad: capacitar a los alumnos a que posteriormente, en sus estudios teológicos, pudieran expresar la fe en términos razonables. En los manuales de teología el Dios metafísico es ipsum esse subsistens, por lo que sus atributos son también metafísicos: simplicidad, infinitud, eternidad, omnipresencia, omnisciencia, etc. La misma liturgia no se ve exenta de esta orientación, llama la atención la redacción del Prefacio de la Misa de la Santísima Trinidad:

“Dios todo poderoso y eterno, que con tu Hijo único y el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor, no en la singularidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia”.

La revelación del nombre de Dios a Moisés, “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), interpretado desde la filosofía griega nos conduce, como consecuencia lógica, a la fe en un Dios más metafísico que bíblico, más de Atenas que de Jerusalén, en un Dios inmóvil, impasible, absolutamente trascendente, que poco tiene que ver con el Dios del Antiguo y Nuevo Testamentos.

Asimismo, la aplicación a Dios de términos como justicia, desde esta perspectiva, nos lleva también a situaciones que de alguna manera entran en conflicto con la original revelación judeo-cristiana de la Biblia; atribuir nociones como “justicia distributiva” y “retributiva” a la justicia divina, nos lleva a pensar, sí, en un Dios justiciero, que premia a quien actúa bien y castiga al pecador, pues la justicia no es otra cosa que “dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece” (DLE); nuestros niños de catecismo saben perfectamente que si se portan mal, Dios los va a castigar y que si se mueren se van a ir al infierno; el Supremo Justo Juez aplica la justicia retributiva de forma eminente y perfecta.

El perdón de los pecadores nos tendría que llevar a pensar en un Dios a final de cuentas más bien injusto; dice Jacques Derrida, el filósofo de la deconstrucción: “¿Cómo puede un Dios que ha de ser pensado como justo mostrarse misericordioso con los victimarios sin hacer violencia en el acto del perdón a las víctimas, en caso de que éstas no estén de acuerdo con tal perdón?” De tal modo que Dios, o hace justicia, o no es Dios.

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¿En qué Dios creer?

¿En un Dios misericordioso? Este atributo divino, planteado desde las perspectivas que hemos reflexionado, nos lleva a relacionarnos con un Dios débil, bonachón, hasta cierto punto cómplice, pero a final de cuentas injusto que, deseando congraciarse con nosotros, se hace de la vista gorda; nos lleva a relacionarnos con un Dios que en nada atrae a las generaciones presentes, para quienes la misericordia, lejos de ser una cualidad, es un defecto que hay que rechazar, pues lleva al hombre a que también éste sea un ser pusilánime y un guiñapo, alejado de la voluntad de poder, de la competencia, del libre mercado neocapitalista y del súper-hombre. No podemos dejar de reconocer, sin embargo, que la religiosidad brotada de esta orientación resulta cómoda y conveniente para grupos de poder, tanto económicos como religiosos, que usufructúan para sus intereses una religiosidad light y cómoda. Si nosotros los pastores nos dejamos envolver por esta mentalidad, basada en una misericordia divina y eclesial malentendida, consciente o inconscientemente promoveremos una pastoral suave, débil, de una blandura sin energía ni vigor, carente de determinación y de un perfil claro, que quizá complazca a muchos, pero que no responda al proyecto original de Jesús y que adormezca a nuestro Pueblo en un conformismo letal, al mismo tiempo que más y más contemporáneos nuestros continuarán migrando a la opción de prescindir de Dios, opción que tienen muy a la mano.

Paradójicamente, pero en la misma línea, los hombres de Iglesia podemos también pensar y actuar una pastoral brotada de un darwinismo social y envolvernos en una competencia brotada de una voluntad de poder y que nos lleve, por un lado, a la ilusoria pretensión de construir una Iglesia hegemónica, según el antiguo modelo de cristiandad, por encima de estados, culturas, ideologías, organizaciones, una súper-Iglesia, que pase por encima de todos y que se imponga sobre todos. Por otro lado, esta mentalidad nos ha llevado internamente a luchas por conseguir a toda costa llegar a ser súper-hombres, súper-sacerdotes, súper-párrocos, súper-obispos, al modo de Nietzsche. Carrerismos, escalafones, aspiraciones, autoritarismos, lobbies, políticas sucias, ambición… voluntad de poder.

¿En un Dios metafísico? No cabrá en nosotros la duda, nuestros postulados serán planteados con contundencia y brillantez, tendremos argumentos para debatir, contradecir, convencer; daremos testimonio de una fe estructurada, tematizada, con verdades jerarquizadas y relacionadas entre sí, citaremos fuentes, estaremos seguros de nosotros mismos gracias a nuestros títulos. Pero nuestra religiosidad será fría, nuestra oración distante, nuestro culto perfectamente ejecutado, como una coreografía, pero poco significativo, los vínculos entre creyentes difícilmente irán más allá de lo académico y de debates teóricos, interesantes, entretenidos, pero poco creíbles. Una Iglesia dogmática, basada sólo en verdades abstractas ya no convence, el dogmatismo no es operativo. Podremos tener una pastoral que absolutice el munus docendi, nos podremos sentir orgullosos de transmitir la pureza íntegra de la fe, mientras el mundo camine paralelo y continúe avanzando el tsunami del secularismo.

¿En un Dios Sumo Juez? Esta imagen la tenemos clara desde niños, no es difícil de entenderla: Dios premia y Dios castiga en base a un código legal muy básico que también desde niños conocemos y memorizamos, los diez mandamientos. Esta dinámica premio-castigo se realiza cada día y tendrá su plenitud al final de los tiempos, cuando Jesús venga a “juzgar a vivos y muertos”. Si nuestro vínculo con Dios tiene como único horizonte el aspecto legal, nuestra experiencia religiosa prevalentemente tendrá como expresión el miedo y la rigidez, la ética será sobre todo coercitiva, no liberadora. Una forma nueva de legalismo se puede dar cuando se vive en exceso la planificación en base diagnósticos estadísticos como única fuente de conocimiento de la realidad. Eficientismo y legalismo son dos caras de la misma moneda. La Ley ha estado siempre en la vida de la Iglesia y ha sido expresión de verdadera justicia, que lleva a la libertad, pero también ha conducido a la Iglesia como institución a un correspondiente legalismo, el cual ha sido expresión de voluntad de poder en individuos e instituciones, generando miedo y coerción. Las actitudes legalistas de los pastores generan pastorales autoritarias, intransigentes y burocráticas.

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¿En qué Dios creer?

El Papa Francisco no presenta enseñanzas y prácticas pastorales novedosas, es continuador de algunas tradiciones teológicas y pastorales, unas más antiguas, otras más recientes, sin embargo, indudablemente, ha puesto en la mesa del mundo y de la Iglesia con claridad e insistencia una verdad fundamental: el principal atributo, el más alto atributo de Dios, desde el que deben interpretarse y vivirse todos los demás no es otro que la misericordia, la cual es la verdadera y perfecta expresión de la trascendencia divina, de su santidad y de su justicia. El atributo de la misericordia no puede deducirse de su esencia metafísica, el encuentro con la misericordia de Dios brota de su autorrevelación, así lo ha querido él. Dios tiene un corazón que siente compasión por su pueblo, tiene entrañas que se conmueven, no hay por qué temer a los antropomorfismos, la Biblia no lo tiene.

¿En qué Dios creer? Curiosamente no es difícil responder la pregunta, a pesar de las dificultades planteadas: en el Dios de la Biblia, que es Santo y Misericordioso.

“Desde el principio Dios se revela totalmente trascendente, superior a todo lo creado, inaccesible: santo. Pero también se revela como un Dios que desciende, que se abaja, que camina con su Pueblo, que lo libera, que lo acompaña, que se empeña en sacarlo del caos, que le ofrece espacios de vida nueva, de orden, de nueva creación… «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra sus opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlo de los egipcios» (Ex 3,7s cf v. 9)”.

Cuando la Biblia habla de misericordia y la aplica a Dios, expresa “un inmerecido e inesperado regalo de la gracia divina que trasciende toda relación mutua de fidelidad, que desborda todas las expectativas y categorías humanas, así, de hecho, se va desarrollando la historia de la salvación”.

 “Pues el hecho de que Dios omnipotente y santo asuma la menesterosa situación en la que el ser humano se ha colocado a sí mismo, de que perciba la miseria del ser humano pobre y desdichado, de que escuche su queja, de que se incline y humille, de que descienda para estar junto al hombre en su necesidad y lo vuelva a acoger una y otra vez a despecho de su infidelidad, lo perdone y le brinde una nueva oportunidad, aunque más bien merecía justo castigo, todo ello rebasa las experiencias y expectativas humanas normales, va más allá de la imaginación y el pensamiento humanos. En el mensaje de la hesed se manifiesta algo del misterio de Dios, que se oculta al pensamiento humano y del que únicamente tenemos noticia y conocimiento merced a la revelación divina”.

“En su misericordia Dios se revela totalmente otro, pero también totalmente cercano. Incluso la Ira de Dios no alude a un desbordante estallido de cólera emocional ni a un iracundo dar golpes a diestro y siniestro, sino a la resistencia que Dios opone al pecado y a la injusticia. La ira de Dios es, por así decir, la activa y dinámica expresión de su esencia santa”.

Este modo de encontrarnos con Dios misericordioso nada tiene que ver con la imagen de debilidad de la que hablaba Nietzsche y que hizo morir a Dios, así entendida más que misericordia su reflexión postula una pseudomisericordia, una antimisericordia, fuente de toda clase de desconcierto y confusión.

Jesucristo, el Hijo que se abajó haciéndose uno de nosotros, no desdeñó que en su pecho latiera un corazón humano, compasivo y misericordioso; Jesús se conmovía y nos mostró “que la compasión no deber ser tenida por debilidad ni por blandura no varonil, indigna del verdadero héroe”, los ejemplos son muchísimos, tanto en su enseñanza como en su testimonio de vida, cada página de los Evangelios lo testifica. Nunca Jesús fue al mismo tiempo tan trascendente y tan cercano, en ningún otro momento se manifestaron de modo tan perfecto su grandeza y su compasión como en el misterio de su Cruz y Resurrección. Soberanía y santidad en comunión plena con misericordia y compasión.

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Leyendo la parábola del Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32), de manera muy espontánea constato que puedo identificarme con cualquiera de los personajes. Evidentemente, por muchas razones y no es difícil descubrirlo, sé que soy el hijo rebelde, mi pecado me ha llevado una y otra vez a cuidar cerdos y a desear comer sus bellotas, sin que nadie me las dé, cuántas veces me he tenido que levantar y ponerme en marcha; pero soy también el hijo mayor, pues en muchas otras ocasiones trato de vivir encasillado en las normas, en la rutina, en la comodidad, sin tener la capacidad de riesgo, ni de compartir la alegría.

En el lema elegido para el Año de la Misericordia, el Santo Padre invita a ser “Misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36), estoy llamado no sólo a identificarme con las actitudes del Padre que descubrimos en la Parábola del Hijo Pródigo, seguramente la cumbre de la enseñanza sobre la misericordia de Dios en la revelación bíblica, sino a que haga mío todo lo que tiene que ver con la misericordia divina en la Escritura entera.

Así, yo me identifico con el Dios en quien creo.

Cuando soy misericordioso como el Padre, no me descubro como un ser débil, no soy un ser pastor blandengue y fácilmente influenciable; la conmoción interior no pone en duda mi integridad viril ni mi carácter; cuando toco para sanar, para levantar, para reivindicar, para abrir, para iluminar, para liberar, para bendecir, no me mueven formas refinadas de egoísmo y autocomplacencias; vibrar ante las miserias que tocan mis sentidos y comprometerme dándome entero, yendo más allá del trueque o de cualquier expectativa o retribución, no es fruto de una carencia de autoestima; la pesudomisericordia, que alega Nietzsche atenta contra la voluntad de poder del súper-hombre, efectivamente es expresión de blandura humana, pero esa no es la auténtica misericordia pastoral que brota del corazón del Padre que inhabita en mi corazón, la auténtica misericordia muestra por el contrario mi auténtica grandeza que, sin embargo, no es arrogante ni altanera, sino participación de la trascendencia y santidad de Dios que se abaja y se deja conmover.

Yo, sacerdote, soy padre y ejerzo una paternidad real en la Iglesia, paternidad que ha de caracterizarse sobre todo por la misericordia, atributo que ha de iluminar, dar perspectiva y orientación a todo lo que soy y hago. No hay hada verdaderamente sacerdotal que no deba estar vinculado esencialmente con la misericordia.

Existe una analogía real entre la misericordia de Dios y la misericordia que pueda haber y expresar mi vida, aunque en este caso “la desemejanza es mayor que la semejanza”, obviamente, sin embargo es verdadera analogía.

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No a una pastoral débil, no a una pastoral de voluntad de poder, no a una pastoral dogmática, no a una pastoral legalista, sí a una pastoral de misericordia.

La Iglesia será grande cuando sea misericordiosa y se abaje.

¿Cómo la misericordia puede ser el criterio, el marco epistemológico, la clave hermenéutica de toda pastoral de la Iglesia? ¿Cómo todo su actuar, su misión, sus instituciones, sus estructuras, sus jerarquías, su beneficencia, sus leyes, sus celebraciones pueden ser tocadas y caracterizadas por la misericordia? ¿De qué manera la verdadera misericordia puede ser antídoto eficaz contra las pastorales débiles, de poder, dogmáticas, legalistas? ¿Cómo la misericordia puede ayudar a la Iglesia a no sucumbir a la tentación del eficientismo, del exceso de planificación y fe ciega en las estadísticas? ¿Puede ser la misericordia criterio de planificación pastoral, ejecución y evaulación? ¿Cómo puede la Iglesia mostrar su carácter, su talante, su “ira” a través de la misericordia? ¿De qué manera la Iglesia es santa, trascendente, sociedad perfecta y simultáneamente cercana, conmocionada y comprometida? ¿Cómo la misericordia puede ser norma de las relaciones de los laicos entre sí, de los presbíteros con los laicos, de los presbíteros con sus hermanos presbíteros, de los presbíteros con su obispo y de los obispos entre sí?

Termino con un fragmento de la oración del Jubileo de la Misericordia:

Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción,
para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor
y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva
a los pobres, proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos
y restituir la vista a los ciegos. 

Amén